Despunta el día y la luz se cuela indecisa y celada por la ventana entreabierta dotando de un brillo tenue al negro ruán que severo, entre el amarillo abacá y la orlada medalla de cordón morado, descansa sostenido. El escudo mercedario resalta sobre la enlutada tela del altivo antifaz.
La ciudad en la calle -de luz triunfante- a vivir la plenitud del día más solemne, más hermoso más… ¿inacabado? En la vieja plaza, ir y venir de galas y mantillas. Largas hileras fieles aguardan la entrada al templo. Escalera arriba, junto a la rampa, niñas ilusionadas portan negros canastos de mimbre y colocan cintas de color penitente con un escueto discurso… PASIÓN. El maestro imaginero, sentado espera impaciente el momento de volverlo a ver y transportarse, dudando una vez más de su propia autoría. Por Entrecárceles, Cuna, la Costanilla, Alcaicería y Sagasta fluye -como sangre por las venas- gentío distante… y próximo, buscando el corazón.
Dentro rumores de asombro, rezos, peticiones y añoranzas por los que faltan. Fragancia a flor nueva. Insignias presentadas –plata y bordados-, cera roja y cera blanca. Tabernáculo bruñido con cuatro faroles sustenta al Manso Cordero y al frente, el relicario de la Madre y Señora refulgen ambos en las altas naves. Visitas y ofrendas cumplidas, atenciones, amables halagos y ¿por qué no? legítima vanidad. La capilla a oscuras, el monumento dispuesto, el inmenso cancel cerrado y delante bajo el soberbio retablo, Cristo Humilde y Paciente aguarda en la peña un tierno beso. Alguien anoche lo arropó cariñoso con su añeja clámide. En una mesa vestida, que preside el Niño Jesús nazarenito, hermanas de mantillas de blonda ofrecen recuerdos. Lectura de lista de cofradía, hermanos gozosos que entran, salen y charlan en el remoto patio de abluciones entre percheros de cruces impresas y castigados naranjos de blanqueado tronco, mientras la fuente brota tímida. La cervecería vecina se puebla de alegría, la exultación es manifiesta y la luz del mediodía se extiende violenta por las calles.
Es media tarde el sol reluce y reverbera, se oyen lejanas cornetas de procesión temprana y ecos de bronces conventuales. Las calles colmadas y en orden, los sagrarios -surtidores de amor- anhelan remansados el Cuerpo de Dios. Dos negros nazarenos se dirigen entre diligentes y ajenos sorteando obstáculos hacia la calle Córdoba donde, tras ahondar el angosto túnel, son esperados. Respeto de Regla, saludos de viejos camaradas con sosegada y feliz espera en el lugar establecido. Se añora el encendido fervorín jesuítico. La tarde secretamente va herida, el azul se descompone tornadizo, comienza la invisible y oculta serenidad que acompaña Al que camina, después de haber convertido su sangre en vino y su carne en pan,…encorvado cual cándido lirio que la furia del cierzo tronchó… Y aparecen los leves matices de la emoción y del sentimiento personal. Es el momento del anonimato, de la reflexión, de la clausura… un año más.
Horas después reinando sombras y oscuridades, entre el breve palio y el decano manto de la Virgen -de ojos de color imposible que lloran al compás de la solemne marcha- y la Cruz sacramental que guía y -en su andar tañen leves campanillas- que espera, apostada entre altos capirotes, la precisa indicación. El ritual de la ronda recita: la ciudad está sosegada y en calma como corresponde a la festividad del día. Silba abatida la vapora en el río. La cofradía progresa mansa, y lentamente se nos empieza a escapar otro Jueves Santo.
José María Díaz de los Reyes
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