Mi padre, Francisco Navarro, con mi madre, María Pilar de Rivas, en la plaza de San Francisco |
Era otoño del 37, un joven de
dieciséis años, postrado ante Jesús de la Pasión, rogaba por su madre. Ella
sufría los dolores del cáncer con los escasos paliativos de la época. Su
petición era sencilla: “Señor, dale una muerte dulce”. Los días pasaban y ella
había perdido la conciencia, pero el 6 de octubre despertó y, plena de lucidez,
se pudo despedir de toda su familia y, especialmente, de su joven hijo. Poco a
poco, se fue yendo plácidamente y sus últimas palabras antes de expirar fueron:
“Señor, que muerte tan dulce”. Esa mujer era mi abuela, ese joven era mi padre,
muchos lo conocisteis, Ex Hermano Mayor y Medalla de Oro de Pasión: Francisco
Navarro Sánchez del Campo.
Cuando me lo contó, hace ya
tantos años, en su despacho en nuestra casa de San Vicente, comprendí algo del
porqué de su locura por Pasión. Me vinieron los ecos de las palabras de
Lucas:”Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e
hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi
discípulo.
Y el que no lleva su cruz y viene
en pos de mí, no puede ser mi discípulo”. Él encontró en la imagen sublime de
Montañés la llamada de Cristo, ante el que todo se desplaza, y, así, él no fue
un simple devoto de Pasión, ni siquiera un hermano ejemplar, fue más; la
Hermandad fue su centro, su casa, su oficio, su vida. Yo no sé cuánto le acercó
a conocer a Cristo este caminar; sí sé que alimentó su fe y que su servicio dio
frutos, sí sé del cariño que muchos le tuvieron y que él les ofreció.
Por su fe, siempre estaba en su
boca, cuando las cosas podían ir mal, un “Dios proveerá” al que todo confiaba.
Por su fe, fue un hombre de oración. Por su fe, cuántas cosas se le regalarían
que a mi me gustaría contarte y que él se las llevó.
Desde 1941 a 1972, año desde el
cual fue miembro del Consejo de Cofradías hasta 1983, y desde 1980 a 1992, sirvió
a Pasión desde la Junta de Gobierno, siendo Hermano Mayor de 1988 a 1992. Desde
ella participó en mucho de lo que es hoy patrimonio de la Hermandad: el paso
del Señor, las bocinas, los ciriales, la corona de la Virgen, las gestiones
fallidas para que la Virgen de la Victoria sustituyese a la antigua titular de
la Merced y la elección de la actual más un largo etcétera del que se debe
reseñar la organización, en 1970, del primer Grupo Joven de la Hermandad. Unido
a ello, quizá fue el más incansable defensor de trasladar la cofradía a San
Hermenegildo para conseguir una sede propia que le diera una completa independencia.
Por otro lado, atendió a numerosas autoridades en nombre de la Cofradía y, especialmente,
a S.A.R. la difunta condesa de Barcelona. Por último, su incansable labor de
recopilación de documentos sobre Pasión que fueron formando su archivo; siempre
abierto a todos los que lo quisieron consultar.
De la generosidad de mi padre hablan
las donaciones al Señor de la túnica morada para el camarín y el cordón y
cíngulo de oro para la novena, más distintas sayas y mantos más un puñal de
Cayetano González para la Virgen, a lo que hay que añadir distintos enseres
para la Hermandad. Y todavía más, las tantas veces, que ocultando su mano,
ayudó a los hermanos que lo necesitaban.
En sus servicio a Pasión siempre
se guió, según el decía, “por respetar la esencia y la ortodoxia de los cultos,
usos y costumbres de la Archicofradía, transmitidos desde la primeras Reglas y
por nuestros mayores, aunque siempre sometido al magisterio de la Iglesia”.
De todos es sabido su especial
empeño en recuperar el Cirineo para el paso del Señor y volver al Misterio que
había representado Pasión desde su fundación en el siglo XVI. Bien sabéis que
perdió el cabildo en que solicitó cerrar este, para mí, incongruente
paréntesis. Por mi parte, añado que, aunque mi deseo es también que el Cirineo
vuelva a acompañar al Señor, cuando contemplo a Nuestro Padre Jesús de la
Pasión sin su Cirineo con su cruz a cuestas, medito que, a modo de nuevo
Misterio del Vía Crucis sevillano, nos recuerda a los cofrades de Sevilla cuántas
veces dejamos de seguir a Cristo y de portar su cruz para ser público pasivo o actor
que lo cuelga en la cruz de nuestros intereses. Dicho queda.
El cariño conque muchos se le
acercaban siempre me admiró; singularmente, los más sencillos. En ellos
depositaba una dulzura amable que, sin duda, a muchos les prendó y que será el
recuerdo que para siempre de él se lleven. A mi memoria vienen Paco Gutiérrez,
Antonio Combet, Antonio de la Torre y muchos más que me gustaría citar y, entre
ellos, al más sabio, José Sebastián y Bandarán, y a la más humilde, Angelita,
la que durante tantos años fue la más pequeña de las hermanas pero la más
cercana a Él. A ellos unidos, todos los jóvenes de varias generaciones que él
formó para la Hermandad: Serafín, José María, Jose, Juan Luis y muchos más que
mi ignorancia no cita. Así, yo lo vi humilde con los humildes y paciente
sufridor con los altaneros, como buen hermano de la Hermandad o de lo que esta
debería ser: una comunidad cristiana de hermanos que siguen a Cristo y donde el
servicio, el amor y el perdón rigen.
Así, su vida fue Pasión. Pero si
la estación de penitencia es en la calle y concluye en el interior del templo,
del hogar, así ocurrió con él. Su último momento ya no transcurrió de puertas
afueras sino en su hogar, entre nosotros. Hace cuatro años, después de que
durante tantos lo sostuviera, como buen cirineo, un bastón que formaba parte inseparable
de su silueta, su cuerpo dijo basta. Pasó luego un sufrido año y, una mañana,
los médicos nos dijeron que las posibilidades de sobrevivir a esa tarde eran
casi nulas y, sin embargo, sobrevivió. Nos los trajeron y estaba transfigurado,
el moribundo se había transformado y su rostro mostraba la misma estampa de la
felicidad, de la dulzura y de la paz. Un rostro nuevo y radiante, que para siempre será mi mejor
recuerdo, en el que yo creo fue el día más importante de su vida. A todos nos
habló con un eufórico e inusitado gozo. De quien lo necesitó, le rogó perdón; a
todos les mostró su amor y, sobre todo, a su mujer, a mi madre, María Pilar. Y
su vida siguió en casa, de su dormitorio al cuarto de estar, rara vez
salir y, si era así, esforzado por al anhelo de ver a Pasión. Tres años
transcurrieron en que su estampa gozosa, poco a poco, se fue diluyendo, cada
vez más aislado por su invalidez, por su sordera, por su cada día más escasa
memoria pero, a su vez, resistiéndose a abandonarlo en todo lo que su ya escaso
aliento le permitía.
De su último día, que yo viví sin
saber que iba a ser el último y sin comprender que de mí se despedía, guardo para
siempre que recordó a la Virgen, de que le dijo a mi madre que la quería y a mí
que la cuidara y que, sencillamente, fuera bueno. No es mal testamento, me
parece.
Como todo retrato, como toda
imagen, ésta no deja de ser un atisbo, un simulacro, una apariencia que intenta
descubrir una verdad. Para ello he buscado el rincón de mi corazón que más lo
amaba ya que, al fin y al cabo, es desde el amor desde donde reconocemos la
verdad. Y así, desde el amor a este hombre bueno que fue mi padre, que fue tu
amigo, que fue tu hermano. espero que yo y tú, que lo conociste, lo recordemos con
un rostro dulce como el de su madre que tanto añoró, como el de la Virgen de la
Merced a quien se encomendó, como el de Jesús de la Pasión a quien siguió, y,
haciendo mía su esperanza, deseo que contemple ya sus rostros para siempre. Así
sea.
Juan Pablo Navarro
maratania@maratania.es
3 comentarios:
Precioso, me ha encantado.
Recodaremos a Paco con cariño.
Muchas gracias, quienquiera que seas
Muchas gracias, quienquiera que seas
Juan Pablo Navarro
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