martes, 22 de marzo de 2016

JUEVES SANTO


Desde muy temprano en la mañana te has despertado en un día distinto. Todo lo dice: el cielo azul, algún jirón de nube blanco como sueño de niño. Las calles, por tu casa, comienzan a llenarse de gente endomingada: un jueves que es domingo. La plaza grande, abierta, con la mole inmensa de la iglesia parece renacer: su cahíz de tierra, que es de siglos romanos, omeyas, almohades se hará, en unas horas, blanda alfombra para que la pise Cristo.
Dentro de la cáscara hueca que alumbró un Barroco solemne está su mejor fruto: esa hermosa almendra de plata que cobija lo mejor que tiene, lo que es más valioso. Ese dulce Señor, todo paciencia, clemencia, amor, caridad, misericordia. Ese al que te aferras y le pides, del que siempre te acuerdas y al que le das las gracias, al que visitas con frecuencia o, simplemente ves, de refilón -el trabajo, Señor; los esfuerzos diarios- desde la reja del patio en un momento. Pero hoy tienes tiempo para Él (Él siempre, siempre lo tendrá para ti), y esquivando los móviles, las fotos, los turistas eres sólo un devoto más, cautivo del asombro -del mismo asombro- que siglos atrás provocara en su propio creador: esta es obra de Dios, que no mía.
Y le cuentas, y le pides, y le dices: un torrente de palabras que mana denso y dulce, lento, sin prisas; porque aunque tu templo esté lleno, Señor, Tú y yo estamos solos. Y llueven palabras de siempre: el trabajo, la salud, la mujer, los hijos. Hazme mejor, Señor, que yo sólo no puedo. Le muestras tus renuncias, tus caídas, tus vergüenzas. Y le miras: la curva de los hombros, el pie levantado, la finísima mano, señorial y elegante, propia del Hijo de David de sangre regia. No me escondes el rostro, Señor. No. Me miras fijamente. Tanto, que es difícil sostener tu mirada. Una mirada que es dolor, que es Pasión, que es cansancio por mis pecados -que son tantos- y por los dolores de tus hijos, barro salido de tus manos. 
Te digo adiós, me voy dejando mis ojos prendidos en tu rostro. En casa espera la túnica que luego vestiremos, todos iguales, indistinguibles, los hermanos viejos y los hermanos nuevos, los que han llegado ayer y los que llevan -que alguno hay- linajes de decenios, incluso de siglos, a tus plantas. Todos iguales, idénticas sombras negras siguiendo tu camino. Luego volveré, Señor, a acompañarte, Tú y yo compañeros por un día, en este Jueves nuevo que hoy se estrena.
Y en unas horas todo será igual que siempre, y a la vez diferente.

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