Solo han transcurrido cuatro días desde que S. M. El Rey inauguró la nueva —por restaurada— Iglesia Colegial del Salvador en esta difícil, aunque románticamente entrañable, ciudad de Sevilla. Eran momentos típicamente otoñales y el agua se remansaba sobre la plaza tras caer en chiribiri o a intervalos de chaparrón prudente.
En el interior del majestuoso y remozado templo los invitados manteníamos el rito ancestral del saludeo. Sonrisas a un lado y otro ante caras conocidas, abrazos de corazón a los amigos y apretones de mano cargados con diferentes ímpetus componían un rosario de eslabones más o menos afectivos, más o menos íntimos, más o menos codiciados e incluso algunos, puestos de antemano en la antesala del intrascendente olvido.
Llegado el momento preciso, Juan Carlos de Borbón y Borbón —hermano de Pasión desde pequeño según consta en hoja de inscripción firmada por su abuelo materno— subió las escalinatas del Divino Salvador y una vez más se presentó ante nosotros. El acto oficial comenzaba.
Tras las palabras del anfitrión, el Señor Cardenal, una hermosísima voz femenina comenzó a interpretar clásicas piezas que hicieron a los presentes degustarse en el ambiente, y sin querer, la imaginación me llevó por recuerdos de una vida intensa cobijada en parte bajo las bóvedas de aquél remozado lugar.
Por mi cabeza pasaron imágenes de don José Sebastián y Bandarán, sacerdote camarero de la Imagen del Señor de Pasión, cuando se le avisaba de que algún miembro de la familia real venía y a don Francisquito, entrañable coadjutor, que se metía con él diciéndole que parecía preparar un té moruno dada la voluminosidad de los cojines que encargaba colocar sobre los reclinatorios. También estampas de las infantas rebuscando por los entresijos de la casa hermandad. Pero sobre todo recordé las sabrosísimas charlas que mantuve con la Señora, con Doña María, en Pasión, en el patio de los naranjos y, como no, en la cercana Alicantina. Recuerdos de intensísimo sabroseo.
En el interior del majestuoso y remozado templo los invitados manteníamos el rito ancestral del saludeo. Sonrisas a un lado y otro ante caras conocidas, abrazos de corazón a los amigos y apretones de mano cargados con diferentes ímpetus componían un rosario de eslabones más o menos afectivos, más o menos íntimos, más o menos codiciados e incluso algunos, puestos de antemano en la antesala del intrascendente olvido.
Llegado el momento preciso, Juan Carlos de Borbón y Borbón —hermano de Pasión desde pequeño según consta en hoja de inscripción firmada por su abuelo materno— subió las escalinatas del Divino Salvador y una vez más se presentó ante nosotros. El acto oficial comenzaba.
Tras las palabras del anfitrión, el Señor Cardenal, una hermosísima voz femenina comenzó a interpretar clásicas piezas que hicieron a los presentes degustarse en el ambiente, y sin querer, la imaginación me llevó por recuerdos de una vida intensa cobijada en parte bajo las bóvedas de aquél remozado lugar.
Por mi cabeza pasaron imágenes de don José Sebastián y Bandarán, sacerdote camarero de la Imagen del Señor de Pasión, cuando se le avisaba de que algún miembro de la familia real venía y a don Francisquito, entrañable coadjutor, que se metía con él diciéndole que parecía preparar un té moruno dada la voluminosidad de los cojines que encargaba colocar sobre los reclinatorios. También estampas de las infantas rebuscando por los entresijos de la casa hermandad. Pero sobre todo recordé las sabrosísimas charlas que mantuve con la Señora, con Doña María, en Pasión, en el patio de los naranjos y, como no, en la cercana Alicantina. Recuerdos de intensísimo sabroseo.
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