Transcurridos ya varios días
desde la conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor
Jesucristo, me atrevo a escribir unas líneas sobre mis vivencias de esta Semana
Santa. Lo hago movido por el deseo de proclamar mi alegría y daros las gracias
por los momentos de felicidad que he vivido junto a vosotros, en particular,
colaborando en Priostía.
Me gustaría que comprendierais
cuánto significan para mí estas tareas y que no os quedaseis simplemente con lo
anecdótico. Para mí son una preciosa manera de rezar y de servir al Señor y a
la Hermandad, si se hacen para mayor gloria suya.
Tal vez pueda extralimitarme en
ocasiones, guiado por un celo excesivo. Os pido disculpas por ello. Es como si
quisiera condensar en un solo momento todos los que, de una manera más
sosegada, ofrecería a la Hermandad si viviera cerca de vosotros.
Dicho lo cual, os contaré algunos
de estos momentos, pues referirlos todos sería tedioso e imposible.
El Viernes de Dolores, tras subir
a Nuestra Madre y Señora de la Merced a su palio, le tocaba el turno a San
Juan. Una vez situado al lado de la Virgen, Juan Miguel y José aseguraron a
Nuestra Señora. Entonces procedía sujetar al Apóstol, a lo que me ofrecí.
Provisto de llave inglesa y luz de teléfono móvil, trepé por las trabajaderas
y, colocándome boca arriba, me metí dentro de la peana para apretar los pernos
que le sujetan. No daba crédito a lo que estaba haciendo. Mientras daba vueltas
a las tuercas, pedía al Señor que fortaleciera mi fe tal como afianzó la de su
discípulo amado. Con esta tarea empezaban mis días felices.
El Sábado de Pasión, Pilar y Juan
se encargaron de la limpieza de la corona de la Virgen del Voto. Pablo me
concedió el honor de ponerle su corona ya reluciente. ¿Podéis imaginaros mi
gozo cuando, encaramándome a su altar, fijé su presea siguiendo las
instrucciones que me daban, a fin de que la Virgen quedara debidamente
coronada?
El Lunes Santo por la mañana,
Alberto me presentó a D. Salvador, buen amigo suyo y sacerdote mozárabe. Como
siempre, antes de ponernos manos a la obra, el cura dirigió la oración ante el
Señor. A continuación llevamos a Nuestro Padre Jesús de la Pasión de su peana
al pasito de traslado. Considerando lo que supone para mí la Liturgia Hispana,
¿quién me iba a decir que algún día alfombraría de claveles el pasito del Señor
en compañía de un sacerdote mozárabe?
Y llegó el Miércoles Santo. A
primera hora, tras ensamblar los carros donde se colocan los cirios
penitenciales, Pablo me encomendó servir al Señor de Humildad y Paciencia.
Profundamente emocionado, me subí a una escalerita de madera, me santigüé y,
rezando un Padre Nuestro por mi hermano, comencé a limpiar los cabellos del
Señor con un paño nuevo. Con extremo cuidado pasé el paño por su rostro, por su
frente ensangrentada, por sus labios entreabiertos y por sus dulces ojos.
Continué por su espalda, sus caderas, sus brazos y sus pies, deteniéndome en
cada herida de la flagelación. Deseaba que aquella labor jamás terminase. Me
demoraba aun sabiendo que tenía que seguir ayudando a mis hermanos, pues
todavía quedaba mucho por hacer. Acabada la tarea, Pablo le puso al Señor su corona
de espinas, le cambió las potencias y cubrió sus hombros con su mantolín,
quedando así preparado para el besapié con que los hermanos lo veneramos el día
de Jueves Santo.
Otro momento especial de aquel
día fue cuando montamos el monumento. En primer lugar, colocamos el cuerpo
inferior de la custodia sobre la peana del besapié. Tocaba subir el superior,
para lo cual tres hermanos nos situamos en el borde de la peana. Uniendo todas
nuestras fuerzas y siguiendo las instrucciones que nos fueron dadas, los de
arriba recibimos el cuerpo superior que desde abajo nos alzaron los hermanos.
Así quedó montada la custodia, en cuyo interior se dispuso una bella arqueta
que albergaría al Santísimo durante la noche de su Pasión.
Los hermanos no paraban de
arrimar el hombro en la víspera de nuestro día grande. Llegada ya la
noche, Manuel dio la orden de que dejáramos aquello que estuviéramos haciendo y
nos reuniéramos delante de los pasos. Se dirigió al Señor y, dándole las
gracias por habernos brindado la oportunidad de servirle, le dijo que habíamos
hecho todo lo que estaba en nuestras manos y de la mejor manera posible. Fue un
momento realmente emotivo, al término del cual los hermanos nos abrazamos.
Aquellos abrazos se fundieron con los que nos dimos en el rito de la paz de la
Misa de la Cena del Señor, previa a la estación de penitencia que, finalmente
tras dos largos años, haríamos a la Santa Iglesia Catedral.
Estos son algunos de los trabajos
“finos”, en sí todo un privilegio realizarlos. Pero también están otros,
digamos, más onerosos pero de gran servicio y entrega a la Hermandad, que todos
realizamos de buena gana: así, colocar sillas y bancos para poder asistir a
nuestras celebraciones, al igual que cargar y trasladar materiales, enseres y
demás elementos, más o menos pesados, necesarios para la ornamentación de los
cultos, o servir a los hermanos durante las convivencias organizadas por la
Hermandad. Por otro lado, no puedo disimular mi contento al coger un cepillo y
ponerme a barrer con vosotros la Capilla Sacramental, a raspar la cera pegada
al suelo, y aspirar la alfombra sobre la que se alzará el monumento. ¿No os dais
cuenta, hermanos, del precioso trabajo que supone arreglar y cuidar la Casa del
Señor?
Han sido días de trasladar insignias
limpiadas minuciosamente por las hermanas y hermanos durante la Cuaresma, desde
la sala a su lugar correspondiente en la Iglesia. Y días de cargar con cirios;
de repasar cristales de faroles ya relimpios; de ordenar el material y las
herramientas. Han sido días de llevar la peana del Niño Jesús y también el
carrito del Señor. Días de colocar cuidadosamente los mantos de la Virgen para
conservarlos. Días de marear a los capilleres Pedro y Fran; y de sufrir
rasponazos, golpes y agujetas. Y días de prisas y de sana tensión para que
todo saliera de la única manera admisible, es decir, bien.
Y han sido días de ayudar a poner
la cruz en el hombro del Señor y de tener entre las manos su corona de espinas.
Días para ver a Manuel, padre e hijo, colocando con precisión milimétrica el
escudo mercedario en toda la candelería del palio. Días para ver a Loli, Chica,
Ana y José Antonio poniendo a la Merced más guapa de lo que ya está... y días
de quedarse arrobado contemplando al Señor mientras Gabriel y Gonzalo
terminaban de ajustarle su túnica bordada.
Han sido días de ver a muchos
hermanos afanándose por mantener el esplendor de la Hermandad de Pasión. Y
también días para recordar a aquellos que están lejos o ya no están entre
nosotros y que tanto hubieran aportado en estas ocasiones. Han sido días de
compartir nuestros sentimientos, nuestras necesidades y nuestras emociones. En
suma, días de respirar aire de fraternidad.
¡Qué días tan felices! Y es que
me habéis enseñado una preciosa lección: que la delicadeza y el esmero con los
que desempeñáis infatigablemente vuestras tareas al servicio de la Hermandad de
Pasión puedo y debo aplicarlos también en mi trato con los demás y en mi
trabajo cotidiano.
He vivido unos maravillosos días
con vosotros, hermanos, en los que me habéis llevado a oír misa en conventos
recoletos, en los que he disfrutado en vuestra compañía de las Cofradías en la
calle y desde el balcón de vuestras casas, en los que he cangrejeado por vez
primera delante de un pasovirgen, en los que he portado un varal de palio en el
traslado de Jesús Sacramentado a su capilla. Han sido días de compartir nuestra espiritualidad, de hacernos
confidencias, de estrechar vínculos de amistad, de conocernos también
en nuestras faltas y defectos, y perdonarlos. Días de conocer la historia y
profundizar en el alma de la Hermandad. Días de celebrar la Pasión del Señor
como sólo Sevilla sabe hacerlo.
Os aseguro que no olvidaré estos
días de Hermandad. Tan sólo me queda, hermanos, reiteraros mi más sincero
agradecimiento y profundo cariño, y desearos a todos una Feliz Pascua de
Resurrección.