El rebullir de túnicas que buscan sus lugares,
los cirios que se encienden por esos celadores
que serán en la calle pastores y enfermeros;
el brillo de la plata de los blancos ciriales
que servirán de faro a cientos de miradas
que en la esquina presienten la llegada del Justo...
las frases conocidas del fervorín antiguo,
las coplas que resuenan bajo las altas bóvedas,
las puertas que se abren al grito de las gentes
y que dan paso a un río de negros capirotes
que llenan la amplia rampa con su áspera Regla:
la fe de nuestros padres, y la de nuestros hijos.
(El silencio que dentro inunda al nazareno,
el ruido amplificado de las cosas pequeñas
en el íntimo mundo que encierra su coroza).
Los cirios se estremecen; la cera llueve mansa,
acorde, menuda. Será una tierna alfombra
que deje impresa en ella mil precisas pisadas.
Dentro, en la tiniebla de velas que ya arden
y pabilos hambrientos que esperan a la llama,
la gente del costal se agrupa bajo el paso.
Muerde al fin el martillo, y a su golpe levantan
al Cordero hecho hombre cuarenta voluntades.
“¡Perdón, oh Dios mío...!” (Cuando el Señor pasa,
el vuelo de su túnica -de lado a lado-, abarca
todos los corazones, y todas las miradas).
Jueves Santo. Tan sólo los vencejos –mil gritos
en el aire- rompen el silencio de la vieja plaza.