Desde lejos, reconozco la curva que dibuja tu cuerpo vencido entre nubes de incienso. Desde lejos veo como aletean tus manos, blancas palomas cautivas para el sacrificio del Templo: su magistral dibujo roza apenas el patíbulo cruento del martirio.
Tu paso leve retumba en mi corazón cada Jueves Santo, el pie derecho levemente, delicadamente, levantado: apenas roza el suelo ese pie perfecto. Tu mirada abstraída, perdida, ensimismada, deja una huella indeleble en aquel que te mira y queda -para siempre, Señor- cautivo de Ti; cautivo sin remedio. El paso que Antonio -aquél que es tu capataz y también tu cirineo- imprime a tu camino me llega al alma, y la desgarra entera: ¿Cómo puedo, Señor, mi Dios, mi Padre, mi Hermano, Cristo mío, aliviar tu agotado caminar?
Paso a paso, Jesús de la Pasión, el Señor, Dios de Dios, Luz de Luz, recorre las calles de la que hoy es, no lo dudéis, la Nueva Jerusalén de los profetas: que suene el shofar y que proclame, con las trompas del Santuario de Elohim que nuestro Mesías, el Señor, Jesús de la Pasión, marcha a la muerte con una firmeza que no desdice su caminar lento y cadencioso.
Oh, Dios nuestro, fuerte de Yavé que cargas tu cruz a nuestro lado, nunca nos abandones ni nos dejes de tu mano: tantos años como llevas con nosotros, oh Señor, vuelto a la vida por la gubia de aquel hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan (Juan, 1:6), que con el trabajo de su mano en la madera consiguió traerte a nuestro corazón en sagrada Epifanía.
Y cuando el jueves resuene, bajo las bóvedas de la vieja aunque hoy nueva Colegial, el antiguo canto del Perdón, oh Dios mío, se habrán cumplido al fin todas las profecías: lo que dijeron de Ti, Cordero de Israel, se habrá consumado; mi Señor, mi Dios, Único de Adonai, Hijo Unigénito (porque no hay otro como Tú), del Padre. Y una anónima masa de tus seguidores -con ellos marcho yo y van también mis hijos-, que quieren ser hoy a tu lado discípulos amados y mujeres de la sagrada Jerusalén, aquellos que estuvieron contigo y no te abandonaron en tu último trance, te acompañaremos –negro ruán teñido de lágrimas de cera, todo nuestro amor a Ti en nuestros corazones mercedarios- por las calles que serán Vías Dolorosas de tu eterno dolor.
Mil veces me pesan, Señor y Dios mío, todos mis pecados. Yo soy como soy, imperfecto y falible, Tú me conoces y aún así me amas. Caigo, Señor, como Tú; y con esfuerzo, con dolor vuelvo –como Tú también- a levantarme. Mi corazón, valga lo poco que este valga, es todo tuyo: dame hoy tu gracia, Jesús de la Pasión; permíteme acompañarte siempre en tu camino, en este día que reluce más que el sol, en este día de Jueves Santo tan grande y tan hermoso. ¿Cómo puede ser –qué singular antítesis- que el día más doloroso, aquél en que nos muestras doliente tu terrible Pasión, sea también y a la vez el día más grande?
Tu paso leve retumba en mi corazón cada Jueves Santo, el pie derecho levemente, delicadamente, levantado: apenas roza el suelo ese pie perfecto. Tu mirada abstraída, perdida, ensimismada, deja una huella indeleble en aquel que te mira y queda -para siempre, Señor- cautivo de Ti; cautivo sin remedio. El paso que Antonio -aquél que es tu capataz y también tu cirineo- imprime a tu camino me llega al alma, y la desgarra entera: ¿Cómo puedo, Señor, mi Dios, mi Padre, mi Hermano, Cristo mío, aliviar tu agotado caminar?
Paso a paso, Jesús de la Pasión, el Señor, Dios de Dios, Luz de Luz, recorre las calles de la que hoy es, no lo dudéis, la Nueva Jerusalén de los profetas: que suene el shofar y que proclame, con las trompas del Santuario de Elohim que nuestro Mesías, el Señor, Jesús de la Pasión, marcha a la muerte con una firmeza que no desdice su caminar lento y cadencioso.
Oh, Dios nuestro, fuerte de Yavé que cargas tu cruz a nuestro lado, nunca nos abandones ni nos dejes de tu mano: tantos años como llevas con nosotros, oh Señor, vuelto a la vida por la gubia de aquel hombre, enviado por Dios, que se llamaba Juan (Juan, 1:6), que con el trabajo de su mano en la madera consiguió traerte a nuestro corazón en sagrada Epifanía.
Y cuando el jueves resuene, bajo las bóvedas de la vieja aunque hoy nueva Colegial, el antiguo canto del Perdón, oh Dios mío, se habrán cumplido al fin todas las profecías: lo que dijeron de Ti, Cordero de Israel, se habrá consumado; mi Señor, mi Dios, Único de Adonai, Hijo Unigénito (porque no hay otro como Tú), del Padre. Y una anónima masa de tus seguidores -con ellos marcho yo y van también mis hijos-, que quieren ser hoy a tu lado discípulos amados y mujeres de la sagrada Jerusalén, aquellos que estuvieron contigo y no te abandonaron en tu último trance, te acompañaremos –negro ruán teñido de lágrimas de cera, todo nuestro amor a Ti en nuestros corazones mercedarios- por las calles que serán Vías Dolorosas de tu eterno dolor.
Mil veces me pesan, Señor y Dios mío, todos mis pecados. Yo soy como soy, imperfecto y falible, Tú me conoces y aún así me amas. Caigo, Señor, como Tú; y con esfuerzo, con dolor vuelvo –como Tú también- a levantarme. Mi corazón, valga lo poco que este valga, es todo tuyo: dame hoy tu gracia, Jesús de la Pasión; permíteme acompañarte siempre en tu camino, en este día que reluce más que el sol, en este día de Jueves Santo tan grande y tan hermoso. ¿Cómo puede ser –qué singular antítesis- que el día más doloroso, aquél en que nos muestras doliente tu terrible Pasión, sea también y a la vez el día más grande?
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